Chile enfrenta una de las tasas de suicidio más altas de América Latina, con 10,3 casos por cada 100.000 habitantes, según la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Esta cifra no solo alarma, sino que también revela una realidad: el país carece de programas de prevención sólidos y permanentes que permitan enfrentar de manera integral este grave problema de salud pública.
En los últimos años se han desarrollado algunas iniciativas, como la Estrategia Nacional de Salud Mental, además de protocolos en colegios y campañas puntuales. Sin embargo, la mayoría de estas medidas resultan insuficientes, parciales y poco sostenibles. Muchos planes funcionan como pilotos, dependen de recursos limitados o del esfuerzo local de profesionales, sin llegar a consolidarse como políticas públicas de largo alcance.
La prevención efectiva del suicidio requiere algo más que buenas intenciones. La evidencia internacional muestra que cuando existen planes robustos y coordinados, es posible reducir las tasas de manera significativa. Esto implica implementar educación temprana en colegios y universidades, fortalecer la atención comunitaria en salud mental, capacitar a los equipos de atención primaria, lanzar campañas masivas contra el estigma y garantizar sistemas de monitoreo constante.
La falta de programas integrales en Chile tiene consecuencias directas: muchas personas no reciben ayuda a tiempo, y familias completas enfrentan pérdidas que pudieron evitarse. El suicidio, en la mayoría de los casos, es prevenible si existen redes de apoyo claras, accesibles y permanentes.
La tarea es urgente. No puede depender de esfuerzos aislados ni de presupuestos temporales. Se requiere un compromiso de Estado, con financiamiento asegurado y la coordinación de instituciones educativas, medios, organizaciones sociales y comunidades. Solo así Chile podrá transformar las cifras en esperanza y la preocupación en acción concreta.